El enamorado de la lluvia original

Extraída de Google
Para Carmen Fabre, Ana Galán, Antonio Castillo, Alejandro Pérez, Julián Serrano y María del Mar MM, que leyeron el otro "enamorado de la lluvia" y preguntaron por éste.

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       Fede estaba en el corazón de las mantas que abrazaban la cama. La persiana bajada y la puerta cerrada obligaban la oscuridad. Sus ojos caminaban infinito buscando una rendija para soñar. Era un niño bueno. Mamá estaba orgullosa de su niño. No lloraba a la hora de la siesta, no se hacía pipí en la cama, no molestaba con demasiada frecuencia… Fede lloraba algunas tardes en la soledad negra, en silencio, aquellos días que mamá no le dejaba ver llover.
       Le gustaba ver las transparentes líneas que aparecían en el aire cuando el cielo cambiaba a color negruzco. Le gustaba respirar aquella atmósfera amarillenta que aparecía al otro lado de los cristales. Y entre los ruidos y luces del atardecer, Fede se iba lejos, muy lejos de casa; tanto, que incluso se olvidaba de merendar. Recorría regiones inexploradas hablando con nativos de color en lenguajes extrañísimos, volaba por los aires en compañía de terribles pájaros con sólo mover los bravos de arriba abajo, hablaba con Aladino, La Masa, Caperucita Roja… Pero ahora estaba allí, como todos los días a la hora de la siesta, deshaciendo la oscuridad en colores dulces y vivos y rebuscando en su pecera de ideas algo para dormirse. Él sabía que pensando se dormía. Pero hoy era distinto. Había pensado en su osito de terciopelo cafetín, en el caballito que los Reyes Magos, de blanca pelusa, le habían traído, en la aventura que corrió la última vez que llovió… Otros días, con la mitad de pensamientos, ya se había dormido. Pero hoy, cuando los ojos se plegaban derretidos en el cansancio, había sonado un zumbido y el sueño había desaparecido. Pensaba ahora que no se dormiría jamás y que al otro lado de la frontera de su mundo a oscuras, la lluvia lo llamaba amenazadora. Y él sabía que era la lluvia. Oía su repiqueteo en los cristales cada vez más próximo y atrayente. Se acordaba de la tarde en la que todo el mundo se ofreció de un color extraño y la lluvia caía en las ramas de los árboles haciendo llorar a la hojas. Aquella tarde se fue al Amazonas. Fue cuando se encontró con que Tarzán se había caído de un árbol y él, que pasaba con su rifle, su mochila que llevaba botiquín y hornillo…, su flamante gorro, sus botas de oso polar… al velo, le vendó el tobillo dislocado y acabó con un cocodrilo que andaba rondando con la ligerísima esperanza de poder zampárselo. Fede estaba triste y deseoso de ver la lluvia. Las sábanas se pegaban a su cuerpo y cada vez que se movía para cambiar de postura, unidas a su sudor, se desarropaba más y más. Y no podía estarse quieto. Los músculos le saltaban bajo la piel como si los pincharan. Tenía miedo a que mamá se enfadara con él. Hubo un momento, no se sabía si estaba soñando o si todo era fruto de su imaginación, en el que la oscuridad se despejó y apareció un bonito espectáculo invernal. Fede estaba maravillado. Nunca había visto tropezar el agua de aquella forma. Se incorporó en la cama para verlo mejor y, en ese preciso momento, la oscuridad abrió la boca y todo se desvaneció. Fede se puso muy triste. Se preguntaba por qué mamá no le dejaba ver el tan maravilloso espectáculo… y en su tumba sollozaba angustiado por el constante campanilleo que las gotas de agua al caer en las baldosas cercanas, al otro lado de los cristales, producían. Pero he aquí que Fede, sin saber por qué, cuando mamá entró a los pocos minutos de haberlo metido en la cama a ver si estaba dormido, había cerrado los ojos y entreabierto los labios como una flor en primavera y mamá había salido de la habitación creyendo que él soñaba. Y he aquí que hallándose Fede en este dilema escabroso, sintió la puerta de su casa sonar. Estuvo unos minutos con el alma en un puño. Se preguntaba si mamá había salido… y se contestaba que sí, que ya podía levantar la persiana, que ya podía caminar hasta la cocina por las humedecidas baldosas y coger la silla y con ello, de rodillas sobre ella, poder ver su sueño más querido. Pero una duda le asaltaba: si mamá estaba en casa, ¿qué pensaría de él? Seguramente que era un niño malo, que había intentado engañarla… A esto contestó la atmósfera con un aullido y Fede decidido a todo, dejó resbalar en la tarde desdichada una interrogante dubitativa. “Mamá”, dijo. El silencio le apretó el corazón u éste, al poco, cansado de este ahogo, saltó… y los pies desnudos se untaron del fresco húmedo que las baldosas exhalaban.
       La silla ya está preparada. La persiana es tan pesada que Fede no puede subirla de un tirón. Comienza el ascenso lentamente. Y da un grito asustada por la osadía del protagonista. Y se enrosca en su bobina y…
       El marco verdeceladón de la ve la ventana resplandecía. Todo era blanco. El cielo era humo de leña verde. Fede quedó extasiado. Entre el firmamento y el suelo y en todo lugar en que posaran sus ojos, el mundo era un incesante baile de formas: estatuas gruesas que se desvanecían, remolinos violentos que eran tragados por un gorrión descomunal, a su vez absorbido por un ente abstracto… Y una sensación de infinito se apoderó de él. Veía, allá a lo lejos, los castaños gritando una endemoniada alabanza. Y no sabía qué medida darle al espacio que había entre él y los árboles. Y ocurría que entre cada copo de nieve el orbe jugaba a “mayoromenorqué” y daba a la atmósfera una gama de matices insospechados e infinitos. Fede no sabía qué pensar, qué hacer, qué buscar. Le bastaba ver posarse sin prisa cada copo en si sitio. Se divertía viendo la realidad constantemente cambiante que daba el caer de cada partícula. Y no pensaba como cuando llovía a cántaros porque no hacía falta. Ante sus ojos y durante segundos, se formaba y deformaban sensaciones innumerables, latitudes no descubiertas, violentos árboles enroscados de negro cuerpo y pura piel.
       Pasaba el tiempo. Sin saber por qué el pijama pareció desaparecer. El gusanillo que entraba por las rendijas de la ventana empezó a roer. Fede ya había puesto los labios tirantes sobre el cristal frío y había intentado bañar de saliva el aliento que en el ambiente transparente se había posado procedente de unas cuerdas vocales ahogadas por la divinidad. Era bonito aquello. No tenía descripción y no se cansaba de buscar formas y contornos… Y empezó a pensar. Y se preguntaba si sería algodón lo que caía. Él se daba cuenta de que cuando el cielo se ponía como la leche, la lluvia era segura… Pero lo que pasaba no se lo explicaba. Y creía estar soñando… Y fue esta idea la que destrozó el encanto. Se decía que si estaba soñando, nadie le impedía que averiguara qué era aquello pues estaba en la cama durmiendo… y si no, como mamá no estaba en casa…
       Acosado por el afán destructor de conocer, abrió la ventana. Un puñal de hielo se rompió contra su pecho cubierto sólo por el pijama. El frío helado bajó a los talones y todo su cuerpo se estremeció… Y le parecía que no era frío lo que sentía, que era la emoción de tomar y tener entre sus manos algo que jamás había tenido. Sentado en el brocal de la ventana vio que en unos centímetros, los que cubrían el alero y el acueducto que desembocaba en el canalón, el azúcar no cuajaba, se diluía en el cemento oscuro de la acera, y que la que caía desaparecía así, por la de buenas. Miró el cielo y durante unos segundos estuvo a punto de sollozar. Los trocitos de terciopelo había desaparecido y en lugar de su color blanco se mostraban unas motitas negras que creyó iban a estrellarse contras sus ojos, y que como verificó después, al llegar a la altura de la paralela de sus ojos, se escapaban y se convertían en lo que él amaba tanto desde tan corto. Pisó la yerta baldosa de la acera y extendió la mano. Un copo cayó en su infantil deseo y antes de que pudiera acariciarlo con la otra mano se convirtió en agua. Y así otro, otro y otro…

Extraída de Google

       Los pies ya están amoratados. Las manos rojas de sangre. La nariz violeta. Los ojos empañados en lágrimas… y en los labios una palabra: Agua.