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Teknos abre la pantalla principal para esta ocasión, veintidós metros cuadrados situados en la zona en la que en su tiempo estuvo el escenario de la Casa de la Cultura, frente por frente con la puerta de entrada a la sala de esparcimiento convertida ahora en centro neurálgico de la defensa de La Casa. Todas las otras reproducciones cesan, se funden al negro.
El punto de vista desde el que se transmiten las señales es un dron situado a cuatro kilómetros de altura. Se ve con claridad diáfana que la punta de flecha del ataque enemigo está compuesto por una compañía de ciento un soldados de infantería en formación que reproducen un triángulo equilátero perfecto. Llevan los viejos fusiles de asalto HK G36, los viejos chalecos antibalas, los inservibles cascos de principios del siglo veintiuno. Detrás de esta primera formación, que ocupa un frente de ciento un metros exactos, con un intervalo de ciento un metros entre el último y el primer elemento de cada formación, como si de un desfile se tratara, van otras tres compañías, también con el mismo número de elementos, también en equilátero, una detrás de la primera, y otras dos a los costados. Y que tras estas tres hay cinco más, tres tras la fila de tres, y dos más a los costados. La progresión es siempre la misma. Uno, tres, cinco, siete, nueve, once, trece. Y ahí se detiene el frente: mil trescientos trece metros. Cuarenta y nueve compañías de ciento un elementos. La profundidad de la punta de flecha sobre el terreno es exactamente setecientos siete metros.
Detrás, formando el cuerpo de lanza, va una formación compuesta por trece cuadrados, compuesto cada uno por cuatro triángulos equiláteros que parecen arropar, o sostener, o llevar en andas, lo que claramente es una pirámide, lo que bien pudiera ser, piensa Elías Quimey, una arma o un tipo de defensa incomprensible para su ojos cibernéticos. Los cuadrados van en un frente de tres, en cuatro filas, quedando el decimotercero como un final de formación que mira a retaguardia, o como un apéndice de finalidad no definida. Las cuarenta y nueve compañías que forman la punta y las cincuenta y dos que forman el cuerpo de la lanza vuelven a resultar ciento uno.
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— ¿Bonito e infantil dibujo táctico, no, Teknos?
— Sí, parece una irresponsabilidad, como si quienes dirigen esa operación no hubieran pasado de la instrucción cerrada. Pero su poder de regeneración es inconcebible, superior en mucho a nuestros sistemas de reposición mecánica. Caen, riegan la tierra con su sangre, con sus gritos; pero tal cual caen, así renacen.
— ¿Y siempre mantienen la misma configuración de ataque?
— Sí, Señor.
— ¿Quieres darte un baño rojo?
Los ojos de Teknos brillan de placer.
— ¡Sí, Señor!
— Pues vamos allá — dice Elías Quimey.
— Modo acelerado pues — afirma Teknos.
Elías Quimey mantiene su apariencia de patricio imberbe al que ha añadido una espada de gladiador con empuñadura de marfil. Teknos utiliza sus tres manos simultáneamente. En una, la pistola de neutrinos. El rifle tormenta, en la segunda. Y la espada láser en la de puño de acero. Su forma de Alcaudón pasa sin ser vista ante los ojos de los soldados que arden, explotan, se parten dos, gritos, dolor, sangre, mucha sangre por doquier.
Las dos Inteligencias Artificiales se mueven por el campo de batalla más allá de los doscientos kilómetros por hora. Elías Quimey abre el vientre de un soldado, le saca las tripas, prueba la sangre, sonríe, le mira como quien observa una estatua, y para cuando ha cortado la cabeza de los cinco soldados que están a su lado, el soldado con las tripas fuera se da cuenta de que está muerto, de que algo lo ha matado, algo que ni ha visto llegar, ni ha visto irse. Los ojos de ese soldado, en un esfuerzo último y muy humano, dejan caer una lágrima y un grito mitad dolor, mitad angustia, mitad desconcierto.
La primera compañía ha caído completamente ne menos de dos minutos. Las manos de las Inteligencias Artificiales están teñidas del rojo de la vida. Los segundos pasan lentamente. Ochenta, noventa, cien, ciento uno. Los cuerpos que habían muerto se levantan, arden, como si la vida fuera fuego derritiéndose sobre la tierra.
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Elías Quimey y Teknos están viendo de cerca este fenómeno inexplicable, ese despertar de la carne humana. La luna, en lo alto, empieza su eclipse.
El soldado de la lágrima y el grito es ahora una muchacha que no está a gusto con su blusa, tan dura y áspera como un corsé y tan apretada bajo los pechos, y hasta la cintura. Una muchachita que no siente favorecida su figura con tal vestimenta, tan sin adorno alguno, ni un volantito, ni un detalle de pedrería, tan a lo simple y sin florituras que casi se siente preparada para acaudillar ese grupo de lechuguinos que se llaman soldados y que salen ahora al campo de batalla, a enfrentarse a ese patricio sin armadura; y a esa mole de pinchos que está a su lado si se tercia.
Ahora, cuando el eclipse de luna total ha empezado, cuando la sangre hierve más allá del entendimiento humano y tecnológico, Elías Quimey y Teknos se dan cuenta de que sus pies están pisando la arena de una plaza de toros. Se miran sorprendidos, sin comprender.
En este instante irrepetible de la historia de la humanidad la niña Elvira ve a Elías Quimey, arma su fusil y dispara. Y todo esto ocurre antes de que la Inteligencia Artificial pueda hacer nada.
La bala secciona el dedo índice de la mano derecha de cuerpo mecánico.