"El yo digital de Elías Quimey"

Fragmento 2


     Me llamo Quimera y soy una bicicleta, una bici de transporte, no una de carreras ni una de montaña. A mí me gusta pensar que soy una bicicleta de peregrino, o de aventurero, o de escritor en busca de tema; que soy especial, vamos. Tengo dos ruedas con cubiertas de grueso taco que se agarran al asfalto como cola de carpintero, un cuadro de aluminio que no pesa ni dos libras y media, y un manillar modificado en forma de cuerno de toro para que quien me dirija pueda ir a su aire, más doblado sobre mí cuerpo o menos; a gusto del consumidor. Los frenos son de disco, como los de los coches, no de zapata como eran los de las bicicletas antiguas. Tengo, además, unos amortiguadores delanteros de muelle para por si hay que meterse en tierra de rastrojo, piedra, tronco de árbol muerto o en un barrizal, que el camino tiene esas cosas. El porta—equipajes, aunque parezca endeble no lo es; puede con algo más de veinticinco kilos, que no es poco. Cuando llevo las alforjas estoy hecha un primor, para una foto de portada de revista. Y en el triángulo central llevo dos porta—bidones de agua y una bomba de inflar, por si sufro algún atentado contra la integridad física en mis cámaras de aire.
     Tomé conciencia de mi identidad el día uno de julio de dos mil catorce, a las siete en punto de la mañana, frente a las murallas de Toledo, en el mismo instante en el que el yo digital que habita en Adrián Carvajal encendió las luces para el inicio del viaje al Fin de la Tierra. La Puerta de Bisagra me dejó con la boca abierta — ¡qué belleza! —, bueno, es una manera de decir, ya sabéis que las bicicletas no tenemos boca; y la urbe de detrás del muro de piedra me asombró aún más. Ver la Ciudad Imperial con los ojos electrónicos de un niño poeta conectado a una Inteligencia Artificial — un súper, súper mega ordenador con conciencia propia que te va dando información más que de sobra de todo lo que ves — es algo de cine, algo fantástico. Bajaban, por ejemplo, los románticos versos de Gustavo Adolfo pendiente abajo hasta las plácidas aguas del río, en largas lianas de luz plateada; y los rumorosos y acalorados poemas de Garcilaso, en pequeños grupos de figuras espectrales, como turistas de once sílabas alegres, o mariposas danzarinas de luz dorada. Al mismo tiempo agitaban los mares digitales el temblor de "Los desterrados". Toda esta maravilla, se alzaba en pequeñas cadenas de viento y humo de rosas, y yo los veía como un poema de los "Poemas de la luz y la palabra", sobre la frente de Rafael Morales, incendiando el silicio con cintas del amor. Y abajo del todo, al lado del junco y la arena y el canto rodado, la voz del profesor Benito de Lucas con su niñez de muchacho pobre en la mano. Todo se mezclaba formando una sinfonía que entraba directamente en el alma. Todo aparecía para quedarse, para formar, de allí en adelante y para la eternidad, parte de la vida propia.
     Así de agitado marchaba el corazón del niño poeta, el corazón de Adrián, que es quien me lleva, el niño que desapareció el mes pasado junto con todo el Circo del Sol de la explanada en la que, ahora ya solitaria y ausente, se alzan las Carpas del Recinto Ferial de La Peraleda.