Soledad y silencio

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       Al salir el sol, la brisa se había quedado sola, tímida, silenciosa, como esperando, sumergida -incrédula- en el silencio del pinar, agazapada entre las ramas, a los pies de las cimas de Gredos.
       Las primeras luces del día se habían posado ya sobre el Almanzor -quién sabe por qué a este pico le han dado el nombre de aquel caudillo árabe. Al lado, hay otro, más bajo, al que llaman el “Moro Muza"- envolviéndolo en el luminoso, dorado resplandor, tibio y agradable, del alborear del mes de agosto.
       La noche, incapaz de guardar silencio, -la brisa, por miedo a desaparecer, se había refugiado en las densas copas de los corpulentos y frondosos pinos- se había llenado de relámpagos y truenos, secos, que retumbaban, multiplicados por el eco, en la soledad del Circo de Gredos. Pero aquella noche, agitada, nerviosa, incapaz de conciliar el sueño, había sido el preludio de un día sereno y tranquilo, de airecillo ligero; la brisa, perdido el miedo a ser absorbida por el viento y el fragor de los truenos, decidió bajar de los árboles para encontrarse con la luz, con el silencio, y hacer compañía a la soledad: cielo limpio, entre montañas inmensas, cubiertas de nieve, junto a la laguna, prehistórico espejo de nubes de invierno, de cabras en abrevadero, de nieve, de flores y de sol de verano.
       Circo de Gredos, donde sólo el agua que cae insistentemente, espumosa torrentera, en el "Charco de la Esmeralda", se permite hacer un rumor constante y pertinaz, sin preocuparse de despertar adormilados duendes, geniecillos de la montaña, dueños indiscutibles de aquellas soledades, de aquellos silencios, de aquellas brisas, de aquellos vientos, de aquellas latitudes. No hay tigres. No hay osos. No hay fieras salvajes de esas que tanto abundan en la selva o en la sabana africana.
       Muy de vez en cuando, puede verse correr por las lomas bajas, en rápida escapada, ocultándose entre brezos y piornos, algún que otro lobo, de esos que ya casi no quedan y que, cuando yo era niño, numerosos y hambrientos, traían en jaque a los cabreros, sobre todo en los días, sombríos y cortos, del mes de noviembre, en que la niebla se queda, densa e inmóvil, agarrada a los robles.
       Aún recuerdo las famosas e infructuosas batidas de lobos, de los años 40 y 50 del siglo pasado en las sierras de Puerto Castilla, mi pueblo, y en las montañas de la zona de Barco de Ávila, que forman las estribaciones de Gredos, en la Cordillera Central, que antes llamábamos Carpetovetónica. Este nombre le viene precisamente de los primitivos pobladores de la zona, es decir, los 'carpetanos' y los 'vettones' -siglos octavo y séptimo antes de Cristo.
       "No los cazaremos, pero al menos los ahuyentamos de la zona por un poco de tiempo, y nos dejan en paz", decían resignados los hombres, provisionales cazadores de lobos, que casi siempre volvían deshechos y con las manos vacías. 
       Fuera de los duendes y geniecillos, y, tal vez, de algún sátiro, quien llena las soledades de Gredos y goza de su magnificencia, de su belleza, de su silencio es la "capra hispánica". Magníficos ejemplares de machos cabríos, gráciles y airosos, soberbios y desafiantes, se perfilan, recortándose contra el cielo, en hierática postura, dueños de una de las parcelas de naturaleza más impresionantes, donde lo sublime, lo inmenso, se conjuga con el silencio y la soledad, dando origen y vida, en aquella nunca vista ni oída sinfonía de rocas y de nieve, magnífica catedral de granito, profundo borbollón de fe, que se espeja en las tersas aguas de la laguna, a un cuadro imponente, obra excelsa del Supremo Artista, que sólo puede contemplar, en su conjunto, el águila real, vigilante y avizora, que, con vuelo majestuoso y circular, observa y corona desde lo más alto esta espléndida obra maestra, hecha de silencio y de nieve, de altura y de granito, de brisa suave, de cristalinas aguas en juego de espejos: "El Circo de Gredos"
      Y soplando sobre las copas de los árboles "el austro”. Otro viento del sur y suroeste, que vulgarmente se llama “ábrego”. Este aire apacible causa lluvias y hace germinar las yerbas y las plantas, y abrir las flores y expandir su olor; tiene los efectos contrarios al “cierzo”. El “ábrego” es un viento de España procedente del suroeste, templado, relativamente húmedo y portador de lluvias, de abundancia, de bienestar. Nos lo soplan, al unísono, las Canarias y las Azores
       Gredos, armonía de luz y piedra, expresión mística de la llanada que aspira a ser altura, lugar donde la brisa tiene su morada. 
       Conviene dar a la soledad y al silencio un contenido. Allí donde la quietud es, está la brisa, un suave y leve soplo de viento. Soledad, silencio, brisa, quietud y viento suave, leve. Todo ello, conjuntado, unido, es fecundo.
       En el fondo del bosque de pinos poetiza el “medio fraile” de la Santa de Ávila, Juan de la Cruz. Habla con el cierzo de recuerdos de amores que el austro lleva por doquier, impregnados de los aromas de las flores.
        De la mano del frailecico de Fontiveros, al amparo de una roca, a la sombra de un piorno o de un pino, se pueden desgranar, gustando de la soledad y del silencio, sus versos, los versos de aquel cantar que dice:

“Detente, cierzo muerto; 
ven austro que recuerdas los amores, 
aspira por mi huerto,
y corran sus olores, 
y pacerá el Amado entre las flores”

       Si reclinas la cabeza y, echado, la apoyas en las manos, mirando hacia lo alto, sigues con la mirada la vida que pasa delante de tus ojos. Las palomas torcaces, de suaves arrullos, las tórtolas de insistente llamada, te invitan, llevan tu fuera hacia dentro, te fascinan y encantan, hermosean tu ser entero. Como al esposo, te escapan desde tu adentro amores, goces y deseos sin rumores, en soledad y silencio. Y sigue:

“La blanca palomica
al arca con el ramo
se ha tornado;
y ya la tortolica
al socio deseado
en las riveras verdes
ha hallado”.


“En soledad vivía
y en soledad
ha puesto ya su nido; 
y en soledad la guía
a solas su querido
también en soledad
de amor herido”.


       La brisa se deja sentir con mayor fuerza. El arrullo de las palomas se oye más intenso. Traen ecos del Arca de Noé, que las envió, mensajeras del Señor, a cerciorarse de la situación de las aguas del diluvio. La palomica regresó con un ramo de olivo en el pico, símbolo de paz y armonía entre la devastadora lluvia y el Patriarca. 
       Una presencia nueva se percibe. Un perfume de tomillo y ginesta invade las sombras. Es la Esposa, que, jubilosa, descubre al Amado, para el que prepara “la cena que recrea y enamora”:


“Mi Amado las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,
la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora”.


       Ante este espectáculo, donde lo sublime y misterioso atraen por igual y por igual cautivan, se siente la necesidad de elevarlo todo y con ello elevarse. Convertidos en volutas de espíritu, de la mano del alba, acompañamos a la blanca palomica que al arca con el ramo se ha tornado; a la tortolica que ya ha encontrado a su amor en las verdes riveras de los prados, y que juntos gocen, en solitud y silencio, disfrutando, complacidos, de la música callada, que sólo escuchan el alma y la mente, abrazados por la suave brisa que produce la soledad sonora, llenando de amor y regocijo “la cena que recrea y enamora”, preparada por el Amor de la Esposa, mientras suena en silencio el silbo de los aires amorosos. La soledad y el silencio engrendran paz y amor en el corazón del hombre.
       Mirando hacia poniente, allí por donde el sol va lentamente caminando hacia el ocaso, se perfilan las cumbres, silenciosas, nevadas y solitarias de Gredos. Las alturas, espadañas de piedra, que adornan la inmensa catedral de granito, invitan a recogerse, a orar, a buscarse a sí mismo y, en la búsqueda, nos aupamos hasta los brazos de Dios, quedándonos dormidos en espera de un mañana diverso, más pleno y más fecundo. En soledad y silencio, mientras las atalayas rocosas de Gredos se divierten, contemplando su vestido inmaculado de nieve en el espejo de la laguna, rizada por la suave brisa del caer de la tarde.