En la oscuridad de la noche

     En la oscuridad de la noche los malos presagios revoloteaban por la habitación impidiendo dormir, los pensamientos se sucedían vertiginosamente. Todo era confuso, terriblemente confuso, extraño, un caos donde los esquemas parecían romperse definitivamente.
     La noche era dura. Hasta las doce los vigilantes de los sueños acudían para comprobar cómo te encontrabas, cómo estaba la tensión, la temperatura, a ponerte el antibiótico, a darte algún medicamento para que pudieras dormir. Sus sonrisas iluminaban la espesa oscuridad, sus cariñosas palabras daban el añorado beso de buenas noches.
     Después te quedabas solo con las malvadas pesadillas que pretendían acabar con un ritmo de vida que había sido una válvula de escape de las miserias humanas que te rodeaban. Era mi mundo, aquellas pequeñas cosas con las que disfrutaba, aquellos amigos con los que compartía tantas inquietudes, aficiones, sueños, versos.
     En aquella soledad incómoda me venía a la cabeza multitud de cosas, demasiadas. En ocasiones, me sentaba en la cama, asustado. Veía, a través de las ventanas, el otro ala de la planta y, por sus pasillos semidormidos, se deslizaban los enfermeros y auxiliares, como fantasmas patinando por sendas luminosas. De pronto, desaparecían por las esquinas o entraban, solícitos, en alguna habitación de donde había surgido el grito monótono e insistente del llamador que había solicitado la presencia del amigo de la noche.
     Ellos permanecían ahí, perennes. Yo trataba de dormirme, me tranquilizaba su cercanía. Tal vez, muy pronto, tendría que llamarles para comentarles, simplemente, que tenía miedo de la oscuridad.