Y ahí estabas, mamacita

       Y ahí estabas mamacita, con el corazón de tus labios roto, sentada sobre tu ropa húmeda por la triste tormenta de tus ojos. Te había golpeado otra vez, llorabas en silencio. sin decirnos nada te besé y acaricié tus mejillas. Y ahí estabas: con tu cuerpo de mujer hecho jirones, roto el cristal de tu existencia, rota de ilusiones. Rota de sueños y esperanzas. Contemplando tu dignidad en aquel fango maloliente. Me veía en la tristeza de tus ojos, rojos de tantas vigilias, escondidos en el laberinto de ojeras de miedo y de injusticia. Nos vamos, dijiste: ¡Basta de humillaciones, golpes y hambres! Y salimos caminando, sin rumbo y sin dinero… Sólo caminando.
       Nos fuimos hasta el límite del pueblo, tú cargabas la amargura de los siglos en el alma. Yo, cogido de tu mano, con mis ojos de niño muy abiertos miraba otra gente, otras casas, un mundo extraño que podría llamarse libertad, pero no dimos el paso que faltaba, no pasamos de ahí. ¿Cuántas veces tratamos de buscar la dignidad perdida? ¡Cómo me dolía ver tu rostro! Lacerado como el Cristo de los pobres. Tus labios con la mueca de un grito suspendido, la pena de cada humillación sin eco. Sin auxilio, sin amparo, cargando la vergüenza del silencio. Desandamos los mismos pasos de siempre, los pasos de repeticiones de bajar la mirada; de llegar a ser inferior, después de tanto escucharlo, y cargar las invisibles cadenas de la esclavitud. ¡No llores mamacita!... Un día se borrarán las huellas de nuestros pasos Y… ¿Entonces? No sabremos cómo regresar.