Un roto en el cielo

Extraída de Google
       San Rafael de los Sueños era una aldea tranquila. Tenía todas las fachadas de las viviendas pintadas de blanco, los tejados nuevos; grandes ventanales de cristales siempre limpios, siempre relucientes. La luz azulada de la estrella Alastaí caía lánguidamente sobre las hojas de los árboles, sobre las diáfanas aguas del arroyo, sobre las calles empedradas, sobre el asno y las alforjas y el sombrero de paja del labrador. El aire de la sierra bajaba fresco desde la altura de las montañas lejanas, siempre cargado con algún perfume: romero, albahaca, manzanilla, o alguna nostalgia de las alturas y los acantilados.
       Las gentes de San Rafael eran de trato sencillo, como coger una manzana de un árbol o una pera de la faltriquera de la abuela; por lo general altos, de más de metro setenta, de relucientes cabellos dorados y bellos ojos claros. Hablaban sin tapujos. Sonreían siempre, cantaban sin parar. En los atardeceres, mientras las madres preparaban la cena, los padres sacaban las mecedoras al porche, reunían a los niños y les leían en voz alta cuentos de princesas encantadas y de caballeros valientes. Los jueves, según manda la ley, se recitaba un pasaje del Libro de la Verdad.
       Toda esta historia de amarguras empezó un veintitrés de abril, por la tarde, cuando la señora Llanos amasaba un pastel de pomelo frente a la ventana, oculta de las vistas de los viandantes tras unas recias cortinas verdemar. De pronto, tras un suspiro y un “ay de mi”, fijó la mirada en el cielo impoluto y palideció; y a renglón seguido se vino abajo. La cabeza, sin entendimiento alguno que la detuviera, bajó velozmente hasta la reluciente tarima flotante que arropaba el suelo de la cocina. El golpe fue mortal. Y quedó allí tendida, enfriándose lentamente, bella y sola. 
       La primera vez que la señora Llanos se puso triste tras su inopinada muerte fue cuando intentó que el vestido que la cubría volviera a su lugar natural, más abajo de las corvas, y no pudo. Su cuerpo seguía allí, tercamente quieto, tercamente rígido, mostrando la deseada redondez de sus muslos. Comprendió pues que el mundo seguía su curso sin ella. Oyó el arrullo de las tórtolas en el jardín y deseó tener lágrimas para derramarlas. Esta necesidad la convirtió en nube. El alma enamorada de la señora Llanos se licuó, se evaporó, y finalmente ascendió a los cielos.