Esteban



       Nosotros estamos desnudos, tumbados en la camilla. A nuestra derecha y abajo, más allá de los dos estudiantes de medicina en prácticas con batín blanco, de pie a nuestro lado, pegada a una pared pintada de verde que se ve con claridad que es un tablero de madera que hace un apartadillo en una habitación más grande, hay una mujer en un lecho. Lleva una mascarilla de oxígeno que la convierte en un objeto médico, como nosotros.
       Nuestra anestesista está a la izquierda. Nos dice que tenemos setenta y dos años. Nosotros advertimos el error y se lo hacemos saber. No eso es el peso, y tampoco es correcto, que ahora son setenta y tres. La anestesista dice que llevamos razón, que a veces pasan cosas como ésta, que una se salta una línea y lee lo que no debe. Nosotros estamos tan nerviosos que ni nos damos cuenta de lo que acaba de pasar. Estamos en el estudiante en prácticas de nuestra derecha que por primera vez pone una vía intravenosa. Le tiembla la mano y hace daño. Nosotros le preguntamos el nombre. Y el estudiante dice que Esteban. Nosotros le decimos que recordaremos que Esteban hizo prácticas con nosotros. Él nos mira con una cara de incredulidad y susto, como si los pacientes no fuéramos realmente personas peligrosas, personas que pudiéramos poner una denuncia y acabar con sus sueños de cirujano de un plumazo. La anestesista nos pregunta si estamos nerviosos y nosotros le decimos que sí, que mucho, que tenemos mucho miedo. Ella y su experiencia nos miran sin rastro de humanidad. Luego dice. Bueno, pues no te preocupes, vamos a oxigenarte un poco, para que te tranquilices. Y nos pone una mascarilla que nos cubre nariz y boca, y nos convierte en un objeto clínico, y nos dice, respira hondo. Lo hacemos una vez. Otra vez dice. Lo hacemos, lo queremos hacer. Nos dormimos.
       Cuando despierto el intruso que me devoraba las entrañas ya no está. Estoy solo, otra vez. He vuelto a los brazos de mi amiga. El monstruo se ha convertido en un mal sueño. Creo.