En el subte porteño, más concretamente en la línea D, que va desde el Barrio de Belgrano hasta la Catedral, hay carteles pegados dentro de los vagones que rezan:
"No arrojar papeles en el piso.
No pegar carteles en las paredes.
No pintar los vagones.
Gracias."
Tomé el subterráneo para ir a regañadientes a la consulta con el endocrinólogo recomendado, otro especialista... Es paradójico que, con estos simples y claros pedidos, los porteños nos empeñemos en hacer todo lo contrario de lo que se nos pide para que nuestra ciudad no sea una mugre. Arrojamos al piso envases de gaseosa vacíos, colillas de cigarrillos fumados, envoltorios de alimentos varios, fósforos apagados, trozos de vidrio de botellas rotas y un largo etecetera. Ni qué decir de los excrementos de perros y gatos en las aceras y sobre todo en los canteros de los árboles mal cuidados que levantan las baldosas de las veredas y se enredan con el cablerío caótico de una urbe superpoblada en sus ramas a mediana altura, que con frecuencia caen desplomadas sobre techos, automóviles o personas cuando hay tormenta. Da pena ver el estado en el que se encuentran tantos árboles que las autoridades se niegan a podar erróneamente. La poda anual es necesaria para la salud de los árboles y para la urbanidad, además de ser una fuente más de empleo para tantas personas que necesitan trabajar. Recuerdo que alguna vez nos hartamos del alergénico plátano que se elevaba por sobre los techos de nuestro departamento antiguo y nos tapaba todas las rejillas con su pelusa amarillenta y lanuda e intentamos hacerlo podar por un buen señor que nos tocó el timbre y se ofreció a hacerlo por unos pesos. Algún vecino llamó a la policía que acudió raudamente a nuestro domicilio a frenar el intento de ganar luz y salud para nuestra vivienda y la cuadra entera por estar consumando lo que ahora llaman acá un "delito ecológico". Detuvimos la operación de inmediato, so pena de ir presos por el bendito árbol, y emprendimos la búsqueda de una nueva casa que compramos con mucho sacrificio y la ayuda de la familia sin estar siquiera terminada su construcción.
Todo eso se me vino a la cabeza mientras, sentada en un sillón de pana desgastado y descolorido, observaba la suciedad a mi alrededor no sin cierto grado de alarma. Ya en las escalinatas de descenso a la estación me revolvió un incisivo olor a orina humana después de haberme topado con media docena de seres humanos durmiendo en los alrededores bajo las marquesinas de algunos negocios echados sobre el húmedo piso sobre cartones bajo el sol del mediodía. A estos los llamamos "cartoneros", aunque cuando era chica decíamos que eran "linyeras". Hice un esfuerzo por no enojarme más con la realidad en la que vivo y que no puedo cambiar para mejor, y mis ojos comenzaron a posarse en la variopinta fauna humana apretujada en el compartimento mal ventilado y maloliente. En un vagón de subte cabe el mundo entero, es increíble. Está la embarazada con los pies hinchados que se abanica con la tarjeta magnética que ahora usamos en lugar del viejo cospel para acceder a las vías, quien, con todo justo derecho por estar que revienta, pide asiento ni bien asciende, porque si no lo pide, no se lo ceden. El muchacho que ocupaba el lugar destinado para embarazadas y personas con movilidad reducida le dice a la chica que pensó que estaba gorda y no embarazada, y la chica le tira una sonrisa como un cuchillazo directo a su tatuada y depilada yugular de metro sexual. No hay nada peor para una porteña que la traten de gorrrrda, máxime un tipo que está más arreglado que una mina. Un horror.
Sube la puta cara enfundada en una mini color caqui y remera musculosa con estampa de leopardo — el "animal print", muy en voga por estos lares hace ya unos cuántos años — rubio su pelo largo y recién planchado, largas sus uñas pintadas de negro, haciendo juego con sus tremendas sandalias de plataforma de madera y capellada dorada que combinan con un enorme bolso imitación Gucci que venden los senegaleses y otros varios que se apropiaron de las calles sin permiso como manteros, arrojando mantas sobre las aceras para exhibir sus productos varios truchos, y parada con su envidiable estampa de Barbie, sin asirse a ningún pasamanos, le da duro a su iPhone con la mano donde le brilla un reloj enorme. Desliza el pulgar con asombrosa habilidad sobre la pantalla de su aparato y un treintañero carilindo, enfundado en un pantalón azul marino Calvin Klein y una camisa blanca y bien planchada Polo, gira en sentido de la puta y se posiciona rápidamente a su lado. Sin notar siquiera que me como la escena con los ojos, pela su tremendo iPhone y, sin quitar la mirada fija en la pantalla del celular de la puta fina, empieza a digitar él también desesperadamente con la mano donde le brilla una alianza de platino. Pienso en la pobre cornuda que seguramente le planchó la camisa esta mañana con manos de uñas cortas de ama de casa sacrificada y sigo devorándome el intento de levante virtual con la vista. En eso el tipo se aviva de que lo estoy relojeando demasiado, y rompo contacto visual riéndome para mis adentros. Antes los levantes callejeros o en transporte público se parlaban, ahora se digitan en tecnología de punta. No puedo dejar de rascarme la cabeza ante los cambios que han devenido en tan pocos años en esta ciudad que creía conocer de memoria.
Ya llegando a Facultad de Medicina, la estación en la que me tengo que bajar para ir a la calle Laprida, a un segundo piso, con este calor pegajoso que me hace transpirar, y sin novedades en el frente del levante virtual porque la puta fina ni se mosqueó con el punto del Calvin Klein, después de que desfilaron por el corredor abarrotado de gente de pie una decena de vendedores ambulantes dejándote sobre el regazo tarjetas bono contribución, Mantecol, chicles, lupas y mini kits de costura para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, sube un trío de músicos con rastas y tatuajes de colores en todas las partes del cuerpo visibles, que son demasiadas para mi gusto, y se ponen a tocar "Thriller" de Michael Jackson, con guitarra, saxo y tambor sobre una pista de lo mejor. Tiran al piso una lata de dulce de batata pelada que usan a modo de gorra. Se ve que la gorra se la virlaron en alguna vuelta de éstas, que es lo más común que te puede pasar en el transporte público porteño. Me pongo contenta ya que al menos los gustos musicales de estos pibes son más o menos los mismos que los míos cuando tenía diez años menos que ellos. Saco un billete de cinco mangos de la billetera y se lo pongo en la latita justo antes de bajar. Me da las gracias medio fruncido. Con cinco mangos no se hace nada en este íspa hoy o por hoy pero peor es nada, hermano. No te voy a lagar el billete de cien que tengo reservado para taxi por las dudas.
Emerjo del mundillo subterráneo y entro a caminar ligero para llegar a horario. Se nota que en eso también estoy un tanto descolocada: la puntualidad no es una característica porteña. El médico me hace juntar orina en la sala de espera por media hora antes de darme la orden para hacer otro análisis de tiroides, aunque me dice que él no piensa que haga falta, que lo que me hace falta es llenarme la vida con algo más que mi familia. Chocolate por la noticia, doc. "¿Y la caída de pelo, doctor?", le pregunto, en un último intento de sacarle algún jugo a esta humillante pérdida de tiempo. "Eso es estrés y herencia, señora. Tome aminoácidos que no le van a venir mal." Herencia, sí, todo es herencia, hasta el estrés. Siempre que me hablan de herencia pienso que todo lo malo se hereda, nunca un millón de dólares... Otra pastilla más, ni loca. Me raparé como Miley Syrus para estar más a tono con los tiempos. Y me vuelvo al subte silbando bajito.