Extraída de Google |
El silencio en el rellano es plomizo, casi duele internamente. Las sombras bajo las puertas vecinas están estáticamente atentas, siguiendo chismosas como nuestras vidas se separan irremediablemente. Distraído en tomar nota de quien se interesa ahora por nuestra rota relación, creí ver que la madreselva del entresuelo intentaba alargar sus hojas para retener a Irene, pero es solo mi corazón que se niega a bombear su cuota, intoxicando el escaso oxigeno que llega a mi cerebro.
Ya debe estar llegando a la salida del edificio, y no me atrevo a cerrar la puerta. Tengo miedo a cortar el aire que nos unía hasta hace dos minutos: el que respirábamos juntos.
Esta infinita ciudad se nos ha quedado pequeña. ¿Cómo intentaremos no coincidir en ella? Es ridículo pensar en ello ahora, pero estoy mareado, es más duro de lo que creía.
¿Qué calle, parque o estación, no me recordará nuestra cómplice unión de los últimos cinco años. ¿Dónde no escucharé su risa, o su mágica voz?
La noche parece que ha encogido la casa, y me siento extraño sentado en su sillón, que todavía retiene su calor.
-La vida sigue- fueron sus últimas palabras y el beso en mi mejilla lo sentí nervioso. Si me quiere tanto como yo a ella pronto llorará, ¿serán nuestras últimas lágrimas intercambiadas? Quiero pensar que no, pero ya ninguno las verá.
No puedo cerrar mis ojos porque su imagen está impresa en mi retina, su precioso rostro, su hermosa sonrisa forzada.
Alguien se ha movido en el rellano y mi corazón da un vuelco. Seguro que es uno de los espías vecinales más implicado, sacando al perrito sin ganas.
La puerta se abre, me asaltan sudores fríos, y mis brazos se preparan para saltar sobre ella.
Pero no, es mi hermana pequeña. Entra llorando como una magdalena y yo…. también, pero las mías van dedicadas.