El deseo idealista materializado en honda mental que tumba a Elías Quimey alcanza a Onésimo Painel, el conductor poeta de la línea treinta y seis, en el segundo exacto en que estaciona y abre las puertas del vehículo, en la parada de la Glorieta de Pirámides. Onésimo no es Elías, es sólo un trabajador de la Empresa Municipal de Transporte de Madrid atrapado en una peculiaridad: puede oír, a veces ver, lo que los demás piensan. Él es sólo humano, nada sabe de barreras mentales. Por eso bebe. Beber es su única defensa; porque el amodorramiento que le ofrece el alcohol es para él el bálsamo, el interruptor que le permite apagar la luz de su cuarto cuando la noche llega, cuando la mayoría puede descansar, y cuando la minoría se deja caer en manos del ahora que nadie nos ve voy a divertirme yo.
Cuando Onésimo recibe el golpe son las seis y treinta y seis minutos y dos segundos de la mañana exactamente, es todavía de noche, y está sobrio, con un regusto de café y pan tostado casero en el paladar. El ruido telepático de fondo es soportable, y él, haciendo honor a su nombre, se siente útil y provechoso.
Recibe el golpe mental y en un instante pierde el conocimiento. El motor se cala. Las luces del autobús parpadean como si no entendieran lo que está pasando. Todo toma el cariz de una vieja y olvidada película de terror. Los tres pasajeros que venían en el autobús se despiertan del todo, de golpe, zarandeados por la tosquedad de la maniobra. La cabeza de Onésimo ha caído sobre el claxon que suena en la madrugada como una sirena de ambulancia. Al joven de melena en rizos más allá de los hombros y acné juvenil se le cae al suelo la carpeta que lleva en las manos. El funcionario de gafas redondas, que sabe de la afición del conductor por la bebida, maldice en voz alta. La chica regordeta, recién salida del trabajo, recepcionista de noche en el hotel Holiday, la que acaba de parar al autobús desde la acera, se asusta y se queda inmóvil, presa del miedo, de pie, en el pasillo. Sólo el joven del jersey rojo, albañil por más señas, reacciona, se levanta y, a grandes trancos, se acerca al conductor. Rápidamente se da cuenta de que algo no va bien.
— ¡Eh! Oiga, ¿qué le pasa? — y luego de un leve zarandeo — Este tío está cao.