101... continuación 1


Lilu suspira entrecortadamente. Parece que fuera a llorar. En su rostro se van perfilando los mohines de un niño pequeño, de un niño desamparado que se hubiera perdido. Y sí, por primera vez en su larga vida post humana, siente en el corazón un amago de congoja, algo que no sabe a ciencia cierta qué es, una sensación que no entiende y que tú, lector, sabrías perfectamente reconocerla: la culpa.
Se sienta en la grada, de espaldas a la ventana que da a la iglesia, con los pies en el escalón de madera. Los ojos miran el ladrillo granate del suelo, la mente en blanco, vacía, alimentando una nada que le sabe a gloria. Se lleva las manos a la cara, se tapa los ojos, inspira hondo, expira con fuerza: una, dos, tres veces.

Hasta que se da cuenta de que Dogo ha regresado.
El soldado boina verde en cuerpo mecánico de perro mueve su cola metálica arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha. En un ser biológico estaríamos hablando de alegría. Pero él lo hace sólo para llamar la atención, por no utilizar su equipo de fonación, algo que distraería a su amo, algo irreverente ante la evidente concentración de su rostro.
Trae en la boca una memoria flash en forma de llave. Se acerca a Lilu y la deposita a sus pies. El post humano no hace movimiento alguno, sólo le mira intrigado, primero a él, y luego a la memoria flash. Hay en sus ojos una interrogante que parece no querer formular.
— ¿Qué? — pregunta finalmente. 
— Un viejo dispositivo de almacenamiento de datos — dice Dogo.
— Ya, eso ya lo veo. ¿Pero por qué lo traes?
— Ha roto las barreras defensivas y ha caído justo delante de mí, en la misma puerta de la Casa de la Cultura, en el momento exacto en que me disponía a entrar en el edificio e iniciar los protocolos para despertar a Teknos. Contiene una galletita informática, un cookie para entendernos, un programa que abre un folio en el que hay escrito un texto.
— ¿Y qué dice ese texto? — pregunta Lilu.
— Algo que para mí carece de sentido. Una especie de queja o lamentos por algo de un ser humano de género femenino.
— Léelo en voz alta — ordena Lilu.
— El título del texto es quejido — dice Dogo.
— ¿Y? - pregunta Lilu
         — Y el texto dice así: No me gusta nada esta blusa, tan dura y áspera como un corsé y tan apretada bajo los pechos, y hasta la cintura; y aun así sin realzar nada, pero nada, de verdad, nada, mi figura. Tan sin adorno alguno, ni un volantito, ni un detalle de pedrería, tan a lo simple y sin florituras que casi me siento preparada para acuadrillar ese grupo de lechuguinos que se llaman toreros y que salen ahora a la plaza, tras el caballero de verde estampa, cuando el eclipse de luna total está al caer, cuando la sangre hierve más allá del entendimiento humano.
         — ¿Y qué más? - pregunta Lilu.
         — Nada más. Sólo esas ciento una palabras.
         — ¿Por qué ciento una palabras?
         — No sé.
         — ¿Has analizado el texto?
         — Sí.
         — ¿Y?
         — Pues que se puede descomponer en diecinueve grupos rítmicos de medida impar, ciclos musicales de siete, nueve, y once sílabas.
         — ¿Es un poema pues? — pregunta Lilu.
         — Yo diría más bien que es un cookie malicioso, por lo menos un elemento de distracción.
         — ¿Y qué te lleva a concluir eso?
         — Muchas de las explosiones termonucleares que estamos soportando contienen en su génesis una estructura impar. Demasiadas coincidencias. Algo hay detrás de esta aparente futilidad.
         Lilu no dice nada. En su cerebro biológico se repite una y otra vez el final del texto, con una persistencia inusitada:

         — Cuando la sangre hierve más allá del entendimiento humano, cuando la sangre hierve más allá del entendimiento humano, cuando la sangre...