Extraída de Google |
La miras y ves los contrastes, hueles la primavera; pero si te detienes un instante, si miras más despacio, entonces ya ves otras cosas. Ves, por ejemplo, la pequeña atrofia del pie derecho, y, por ello, la diferencia de longitud entre una pierna y otra. Imagínatela pues ahora andando, descubriendo esa cojera. Todo de nacimiento, nada de accidentes de moto ni nada parecido. Y si te detienes todavía más, si te fijas bien, ves que en donde debiera estar la mano derecha hay una curvatura brusca, una especie de gancho con dedos diminutos, sin fuerza, inservibles. Imagínatela ahora, seguidamente, sentada a una mesa en un restaurante, las dos manos sobre el mantel inmaculado.
La cara de la muchacha es alargada, huesuda, sin pintar. Los labios carnosos sobre unos dientes irregulares pero limpios, muy blancos. Sabemos esto porque sonríe. Sonríe mucho, como si el mundo entero tuviera una cierta dosis de comicidad.
El profesor, a su lado, es un bulto gris. De pronto se vuelve hacia ella. La mira y le pregunta:
— ¿Por qué sonríes siempre?
A ella se le estiran los labios hacia las orejas, instintivamente. Los ojos se le llenan de ternura, como si estuviera viendo el dolor en el corazón del profesor. Luego, con una voz suave, casi como una caricia, dice:
— Donde hay vida hay esperanza.
El profesor se pone a llorar.