El atentado

Antiguo Teatro Apolo.
Extraída de Google.
       El autobús ciento cincuenta cierra las puertas y sale de la parada origen en la Calle Cedaceros. Van cuatro pasajeros y el conductor. Una mulata con el reproductor mp3 a todo volumen mira la calle quedarse atrás, absorta en su música y sus pensamientos. Un joven con una carpeta marrón en las manos va leyendo unos apuntes. Y una pareja de jubilados se enlazan las manos y se miran como dos jóvenes enamorados. El conductor lleva un parche en el ojo izquierdo.

       Gira el autobús a derechas para entrar en la Calle de Alcalá. Hace su primera parada apenas cincuenta metros más allá. Suben otras doce personas. Y luego baja hacia la Plaza de Cibeles. Atrás queda el Círculo de Bellas Artes, la horquilla de unión con la Gran Vía y el recuerdo del Teatro Apolo, antes la Iglesia del Carmen Descalzo en la que Lope de Vega cantó misa por primera vez. Cuando le autobús llega a las puertas del Banco de España, a la altura del acceso peatonal para los funcionarios del Cuartel General del Ejército, explota la bomba. El aire se inflama. El pelo de la mulata arde como la paja. El cartón de la carpeta marrón del estudiante arde también como la paja. El amor de los jubilados se deshace en virutas de espanto y alimenta el hambre de la explosión. Los otros doce pasajeros gritan, sangran y mueren.

       El conductor del autobús se despierta sobresaltado. Son las tres en punto de la mañana. Se levanta y va al cuarto de baño. Se mira en el espejo. Ve el parche en el ojo. Hay una pequeña mancha roja que aflora hasta el esparadrapo desde el interior.
       — Mañana no iré a trabajar. No quiero que esto vuelva a ocurrir.
       Se vuelve a la cama, y se duerme enseguida.


Biblioteca Nacional de España.
Extraída de Google
       En este nuevo sueño el autobús está otra vez en la parada de origen de la Calle Cedaceros. Y hay cuatro pasajeros, como en el anterior, aparte de él con su parche en el ojo izquierdo.
       — Por favor bajen del autobús. Este viaje lo tengo que hacer solo.
       Los viajeros preguntan si pasa algo, los ojos llenos de extrañeza, razonan que si pasa algo que mejor que lo hubiera dicho desde el principio, que no les hubiera dejado validar el billete, que no les hubiera tenido sentados más de cinco minutos esperando la salida del bus; y si no, que no entienden a qué viene este desalojo. La mulata muestra su enfado haciéndole señas con un dedo de que está loco. El muchacho de la carpeta marrón dice que va a poner una denuncia, que no hay derecho, hacerles perder el tiempo de esta manera tan tonta. El conductor está drogado o bebido o se ha vuelto tarumba, piensan los pensionistas. Pero hombre del parche en el ojo izquierdo los va sacando del vehículo con amabilidad, sin palabras mal sonantes, con firmeza. Luego arranca el motor.
       El vehículo se pone en marcha, gira a derechas y entra en la Calle de Alcalá. Esta vez no se detiene en la primera parada, como en el sueño anterior, aunque hay doce viajeros, algunos de ellos haciéndole señas para que pare. Sobrepasa las puertas del Banco de España y del Cuartel General del Ejército. El conductor respira hondo, sonríe. Llega a la Plaza de Cibeles, enfila Paseo de Recoletos arriba. Hace parada en la Casa de América. Suben dieciséis pasajeros. Atrás se queda el eco de las tertulias literarias del Café Gijón, la alegría de los niños católicos sobre el verde de los jardines en las jornadas mundiales de la juventud. Cuando el autobús llega a las puertas de la Biblioteca Nacional, explota la bomba. El aire se inflama y los pasajeros del autobús gritan, sangran y mueren.

       El conductor del autobús se vuelve a despertar. El corazón le late ahora más violentamente si cabe que la otra vez. Son las seis de la mañana. Aparta las mantas y sale de la habitación. Entra en el cuarto de baño. Se mira en el espejo. El parche del ojo está teñido por completo de rojo. Hay incluso una gota de sangre que baja mentón abajo.
       — Definitivamente, hoy no voy a trabajar. No quiero matar a nadie más – dice mientras se limpia la lágrima roja, mientras mira al techo y aguanta el dolor minúsculo del tirón del esparadrapo que deja al descubierto el ojo enfermo.
       El conductor del autobús baja la cabeza mientras parpadea. Luego su mirada vuelve al espejo. Y un grito de pavor sale de su garganta.
       En su ojo derecho hay dos autobuses en llamas.