Eoghan se encontraba caminando por la orilla de un riachuelo que discurría por las tierras de su Uisneach natal, en el corazón de la mágica y ancestral Irlanda. Su joven espíritu ardía hoy lleno de gozo y alegría, como el del resto de habitantes de la región. Todos sabían que se avecinaba el final del primer día de mayo, y no era aquel un día cualquiera. El Samhain tocaba a su fin, los oscuros y tristes meses de invierno agonizaban para dar paso al luminoso y fértil verano. Ese día era, por supuesto, La Bealtaine, el Día del Brillante Fuego, un momento místico y trascendental para cualquier celta.
Esa noche los fuegos se apagarían en las chimeneas de los hogares y cientos de hogueras aparecerían en los montes. Los árboles se vestirían con sus mejores galas y el ganado sería bendecido. Jubilosos cantos se oirían a través de todos los valles y los valientes guerreros serían purificados con el humo mientras danzaban alrededor de las llamas.
También era costumbre aquel señalado día el peregrinaje a manantiales y fuentes de agua antes de que el sol despuntara, para ofrecer plegarias a los Dioses en busca de salud y prosperidad. Al joven Eoghan le encantaba particularmente esta tradición, pues su madre, a la que quería mucho, lo había llevado desde muy pequeño a visitar numerosos manantiales en bucólicos rincones a lo largo del reino. Y muchas eran las oraciones que habían ofrecido juntos al Sol del Atardecer y al Alzamiento de la Luna.
No obstante, también había un manto de sombras que pugnaba con la alegría que agitaba el corazón de Eoghan. Hacía tiempo que había notado que a su madre le fallaban las fuerzas y muchas veces ella se encerraba en su habitación, dentro de la cual Eoghan la oía toser y llorar. No se atrevía a preguntarle si se encontraba enferma, pues su madre era de fuerte e indomable espíritu y jamás lo habría admitido. Pero el joven sabía que algo terrible le pasaba y debía ayudarla. Sentía que si no lo hacía, ella acabaría muriendo.
La pena por la enfermedad de su madre y la responsabilidad de ser el hombre de la casa tras la muerte de su padre hacía dos años eran una carga demasiado pesada.
Así pues, el peregrinaje de aquel año no era como el de otro cualquiera. Eoghan tenía intención de orar toda la tarde y toda la noche si fuese necesario hasta obtener una respuesta de los Dioses que ayudara a su madre. Llevaba consigo la tradicional moneda de plata que, según la costumbre, debía arrojarse en el manantial tras rodearlo tres veces en sentido del sol tras lo cual se pedía un deseo. Y en ese deseo estaban encerradas todas las esperanzas de Eoghan. Así lo había tallado en la moneda para que fuera leído por los Espíritus y pudieran comunicárselo a los Dioses.
Tras llegar al manantial que había elegido para sus rezos, procedió a realizar todo el ritual. Pasó toda la tarde y toda la noche entonando cantos y plegarias tal como había prometido sin participar en las canciones y en los gritos de alegría que le llegaban desde todas las direcciones. Y todo finalizó cuando, con lágrimas en los ojos, arrojó la moneda al agua y ésta se hundió en las oscuras profundidades.
Entonces sintió de repente como la cabeza le daba vueltas y una súbita luz surgió del manantial. Eoghan apenas pudo distinguir un fuego brillante como el sol que aparecía de repente delante de él y no podría haber asegurado si aquel fuego procedía del cielo o de la tierra. Era como si la realidad entera se hubiera tornado en un extraño fuego cuyas llamas no quemaban y tenían unos colores imposibles de ver en el Mundo de los Mortales.
Entonces, mientras sentía como sus piernas se doblaban y caía al suelo, oyó que alguien o algo le hablaba con una voz que era como el rugir de los Vientos Celestiales que mueven las estrellas en el firmamento:
—Eoghan, hijo de Glenhold, hijo de Aldana, que tu deseo te acompañe por siempre.
Al poco rato el muchacho despertó y recorrió con los ojos el lugar. Todo seguía como cuando llegó, ni rastro de ninguna luz ni de ninguna voz. Notaba que la cabeza le dolía, sin duda debido al golpe provocado al caer al suelo. Razonó que había pasado demasiadas horas sin comer ni beber mientras rezaba y eso le había provocado al final un desfallecimiento acompañado de unas extrañas visiones debido al golpe al caer al suelo.
Alzó los ojos al cielo, los primeros rayos de sol aparecían en el horizonte, el día de Beltaine había llegado a su fin. Con el corazón algo apesadumbrado se dispuso a regresar a su casa. No había obtenido las respuestas que buscaba.
Cuando llegó a su hogar contuvo una exclamación. Su madre estaba danzando sobre la hierba con una energía y una gracia como hacía tiempo que no le había observado. Cuando ella le vio, corrió hacia él con rapidez y lo abrazó mientras le decía:
—Gracias hijo mío por el regalo que me has hecho mientras dormía, lo llevaré siempre conmigo.
En medio de su explosión de felicidad, Eoghan no tenía ni idea de a qué se refería y no le importaba. Su deseo se había cumplido.
Mas el joven recordaría toda su vida el momento en que se fijó en el cuello de su madre y vio un extraño amuleto alrededor de él. Allí estaba, no sabía cómo, pero allí estaba. La moneda que había arrojado horas antes al agua del manantial con su deseo tallado en ella. Y en esa moneda ahora aparecía además la forma de un fuego que habita en otro plano más allá del Mundo Mortal... Belenos, el Dios de Fuego, el Dios Sanador.