—Por favor, recuérdame quién soy…
Me llamo Isabel y estoy en reconstrucción. Mi vida ha sido una acumulación de sinsentidos. Me la he labrado a conciencia y con alevosía.
Era preciosa, lista y tenía una inteligencia natural para intuir el pensamiento de los demás, saqué provecho de todo ello y fría, como un diamante en una vitrina, fui dejando cadáveres a mi paso. Tengo treinta y dos años; esos cadáveres me observan cada día clavando sus miradas en mi nuca y punzando con ellas lo más recóndito de lo que, poco a poco, voy recuperando de mí.
Mi actividad como agente patológico comenzó en el instituto, me ligué al profesor de filosofía que, además, era jefe de estudios y logré acabar el bachillerato prácticamente sin dar más golpe que el de mi espalda en su cama.
En la facultad me acerqué a los diversos grupos más o menos progresistas de la época y me introduje en ambientes algo sórdidos; en ellos comencé a coquetear con las drogas y el alcohol, ya era desinhibida pero aun lo fui más y, como todos, decía:”Yo controlo, no hay problema”.
Acabé Económicas y encontré trabajo en una consultoría, encadenaba éxito tras éxito dejando tras de mí una estela de seres a los que pisaba, empujaba y apartaba, después de utilizarlos a mi conveniencia. La diosa fortuna me sonreía, prodigándome dinero y elogios. Al rítmico sonido del dinero fácil mucha gente se dejaba llevar por mis juicios, ideas e inversiones sin sentido, arriesgadas y, en muchas ocasiones, totalmente descabelladas, todas ellas producto del concepto distorsionado que yo tenía de mí misma. Me consideraba un genio de las finanzas y de la vida, los demás eran unos melifluos y cobardes. La bebida formaba una parte festiva e importante de mi vida. En ese torbellino sin control, tuve la oportunidad de hacerme con una pléyade de amigos ocasionales y de enemigos permanentes.
Inmersa en la nebulosa del alcohol comenzaba a tomar cada vez decisiones más inconscientes y arriesgadas. Era la época del alza ficticia de las Tecnológicas, al poco tiempo aquello cayó como un castillo de naipes y yo con él. No pasaba nada, cada contratiempo se hacía menor con tres o cuatro copas de vodka que, además de embotarme el cerebro y evitar que pensara, no dejaba aliento a alcohol, no olía, el único aspecto de la bebida que yo detestaba.
Perdí mi trabajo y empezó el desguace, la caída libre, mi camino hacia el inframundo. Los amigos ocasionales desaparecieron y el alcohol se convirtió en mi compañero, en mi obsesión; por una copa era capaz de cualquier cosa, mi deterioro físico y mental avanzaba lenta, pero inexorablemente. El único pensamiento algo lúcido era cómo conseguir la siguiente dosis de alcohol.
Un día amanecí en la calle medio desnuda, en un lugar desconocido para mí, era incapaz de moverme del suelo y de mi piel salían infinidad de insectos alados, negros y de ojos brillantes… comencé a gritar y lo siguiente que recuerdo es estar atada con unas cintas de cuero que cortaban mis muñecas, a los laterales de la cama de un hospital.
Cuando salí de allí llegué a lo que quedaba de mi casa y me miré al espejo… me devolvió una imagen tremenda a la que dije: “Por favor, recuérdame quién soy…” había tocado fondo; un fondo tan profundo del que intento salir.