Fragmento
Lunes, 10 de agosto de 2099
Elías Quimey se despierta en medio de la noche súbitamente.
Hay en el campo onírico una precipitación y una potencia parecida a la descarga eléctrica de un viejo tambor de rayos gamma; y en la reverberación acústica se delinea con claridad un generador de urgencia encendido al fondo de la sala. Todo vive en la penumbra, todo está en la humedad de nuestra vieja casa cerrada, en la imagen de nuestras manos pintando la piedra de la caverna, en la luz ancestral de las hogueras. Todo muy antiguo, como en los grandes abismos interestelares.
La barrera telepática del campo orgánico ha caído y el grito de la niña le hiere con la contundencia de una patada en la cabeza.
Se lleva ambas manos a ella y grita.
—¡Oh; Dios, Dios, Dios! ¡Oh; para, para, para!
Son quince segundos de dolor extremo.
Y es eso. Precisamente eso. Que el neuroparloteo planetario le entra a sangre y fuego en el cerebro y tensa todos y cada uno de sus músculos al máximo. Pero Elías resiste, aguanta bien los empellones de las sirenas de la carne, su insistencia casi infantil. Él sabe perfectamente qué es esto y por qué tiene que combatirlo. Cincuenta años en ese valle de lágrimas telepáticas no son moco de pavo. Aguanta y resiste, como en una batalla, y cuando logra levantar de nuevo el refugio neuronal recibe, como siempre, su regalo: el silencio.