La vida pasa

     La vida pasa, los bellos instantes de un ayer cada, vez más lejano, van desapareciendo en la espesa niebla, fría, de los recuerdos. El verdor frondoso del inmenso valle de los juegos en donde las ilusiones se perdían por sendas misteriosas, con la certeza de que las horas, recelosas, acabarían entregándonos algún tesoro soñado, se ha cubierto de hojas secas de un otoño desaprensivo y gruñón.

     Las horas pasan más deprisa, son estrellas fugaces de una vigilia amarga en la que los versos huyen de miedos absurdos, cielos cubiertos de temores imaginados que pretenden usurpar la intimidad más amada. Los minutos se deshacen en sonidos confusos, las viejas y amables palabras del ayer apenas se comprenden, no hay diálogo. 

     Todo es caos o finge serlo, mientras el llanto de un niño despierta a las palomas que emprenden su vuelo hacia la libertad. Son las únicas que pueden divisar un futuro porque las guía la inocencia de los niños. Ellas son capaces de vencer la impertinencia de los cabreados relojes, cada vez más inaguantables, representan el amor de la inocencia, las ilusiones que el hombre es incapaz de recordar y acaba destruyendo sin compasión. Tan listo que se cree y no sabe descifrar los secretos de las palabras.

     La vida pasa. El niño, sin aprender a vivir intensamente, muere al intentar cazar a las ingratas palomas que surcan los cielos. No soporta que tras ellas huyan todas sus esperanzas.